martes, 14 de agosto de 2018

LA PRIMERA ESTIGMATIZACIÓN DE PADRE PÍO

BAJO EL OLMO DE LA PIANA ROMANA

En Piana Romana, horizontes abiertos y Aires sanos de los campos, el Padre Pío se pasa gran parte del día y en verano también la noche. Se sienta a la sombra de un olmo para rezar el breviario y continuar luego en oración. 

Desde niño la sombra de aquel Olmo había sido testigo de muchas de sus oraciones y de sus penas. Los suyos "sospechaban que algo extraño ocurría debajo de aquel Olmo". Allí habían comenzado pruebas y combates del alma, los ataques y las molestias del enemigo. Es un nuevo motivo de que se sienta atraído por aquel olmo, que le recordaba tantas victorias.

En la estación veraniega, le confía el Padre Pío al Padre Rafael de San Elías en Pianisi: "Iba siempre al campo de Piana Romana, y los míos tíos y primos me levantaron una cabaña de paja arrimada a aquel árbol. Era allí donde me pasaba días y noches al fresco, respirando aire puro y sano. En aquella cabaña que para mí había llegado a ser una verdadera capilla, hacía todas mis prácticas piadosas y en ella ahora va día y noche" La cabaña cabe el olmo sigue siendo testigo de visiones diabólicas.

En abril de 1951 aludiendo a esta cabaña confesara Padre Pío: "nadie sabe lo que allí ocurría de noche" y hacía con la mano señales de estar apaleando.

Bajo aquel Olmo en 1910 el Padre Pío se percata de unos extraños dolores en las palmas de las manos y en los pies y se lo comunica un año más tarde a su director espiritual, el Padre Benito; la tardanza era debida a aquella "maldita vergüenza" en carta del 8 de septiembre de 1911, porque el fenómeno se había repetido la tarde anterior. "En medio de la palma de la mano se me ha presentado una mancha roja de la extensión de un céntimo, acompañada también de un dolor fuerte y agudo en medio de aquel rojo. Este dolor era más sensible en medio de la mano izquierda, tanto que todavía perdura. También bajo los pies siento un poco de dolor" este fenómeno que parece que el paciente declara no saber "ni explicar ni comprender", se repite en marzo de 1912 "desde el jueves por la tarde hasta el sábado, como también el martes, se da a mí una tragedia dolorosa: el corazón, las manos y los pies me parece como si los atravesará una espada. Tan grande es el dolor que siento"


"P. Pío de Pietrelcina un crucificado sin cruz". Fernando Da Riese Pio X. (P 57, 58)

viernes, 10 de agosto de 2018

LA MISA DE PADRE PÍO

EL MISTERIO DE LA CELEBRACIÓN DE LA MISA EN PADRE PÍO

“Hagamos lo que siempre hemos hecho, lo que han hecho nuestros padres”
San Pío de Pietrelcina

San Pío de Pietrelcina solía repetir: “El mundo podría quedarse incluso sin sol, pero no sin la Santa Misa”. A los sacerdotes enseñaba a dividir el día en dos partes: la primera, dedicada a la preparación del divino sacrificio y la segunda como acción de gracias.

Muchos testigos han dicho que su Misa era un “misterio”. El filósofo Jean Guitton, impresionado por la manera de celebrar del capuchino estigmatizado, dijo: “Procedía en la celebración con cada vez más sufrimiento y, cuando llegó al comienzo del Canon, se paró como ante una escalada inverosímil, una cita amorosa dolorosa y a la vez radiante, un misterio inexpresable, un misterio que podía provocar la muerte. La mirada que lanzaba hacía lo alto, después de la consagración, reflejaba todo esto. Me decía a mí mismo que quizá fuera el único sacerdote estigmatizado en acto, mientras que todos los otros lo son en potencia”.

En uno de los cuadernos del diario que el Padre Pío escribió durante la primera persecución puesta en marcha por la Jerarquía de la Iglesia, entre finales de los años 20 y comienzo de los 30, el fraile de Pietrelcina explica qué es la Misa por boca del mismo Jesucristo:

“Pensad que el sacerdote que me llama entre sus manos tiene un poder que ni a mi madre concedí. Reflexionad que si sirviesen al sacerdote, en vez que un sacristán, los más excelsos serafines, no serían suficientemente dignos de estarles cerca. Domándoos si, considerando la preciosidad del dono que os hago, es digno asistir a Misa pensando en otra cosa en vez que en Mí. Más bien sería justo que, humillados y agradecidos, palpitarais alrededor mío y, con toda el alma, me ofrecierais al Padre de las Misericordias; más bien sería justo considerar el altar no por lo que han hecho los hombres, sino por lo que vale, por mi presencia mística, pero real. Mirad la Hostia, en la que cada especie es aniquilada, y me veréis a Mí, humillado por vosotros. Mirad el Cáliz en el que mi sangre vuelve a la tierra, rica como es de toda bendición. Ofrecedme, ofrecedme al Padre. No olvidéis que para esto Yo vuelvo entre vosotros.

Si os dijeran: ‘Vámonos a Palestina para conocer los santos lugares en los que Jesús vivió y donde murió’ vuestro corazón daría un vuelco ¿verdad? Sin embargo, el altar sobre el que bajo ahora es más que Palestina, porque de ella partí hace veinte siglos y sobre el altar Yo retorno todos los días vivo, verdadero, real, si bien escondido, pero soy Yo, propio Yo que palpito entre las manos de mi ministro. Yo vuelvo a vosotros, no simbólicamente, oh no, sino verdaderamente. Os lo digo una vez más: verdaderamente. […]

¡Getsemaní, Calvario, Altar! Tres lugares de los que el último, el Altar, es la suma del primero y del segundo; son tres lugares, pero uno sólo es Aquél que encontrareis ahí. […]

Yo vuelvo sobre el Altar santo desde el cual os llamo. Llevad vuestros corazones sobre el corporal santo que sujeta mi Cuerpo. Hundíos, almas dilectas, en aquel Cáliz divino que contiene mi Sangre. Es ahí que el amor estrechará a vuestros espíritus al mismo Creador, al Redentor, a vuestra Víctima; es ahí donde celebraréis mi gloria en la humillación infinita de Mí mismo. Venid al Altar, miradme a Mí, pensad intensamente en Mí…”

Entonces, si la iglesia hospeda el lugar santo por excelencia, el Sancta Sanctorum del Nuevo Testamento en el que se suman Getsemaní y Calvario, lo más lógico es que entremos en él con el débito respeto. San Pío de Pietrelcina daba a sus hijas espirituales las siguientes indicaciones:

“Entra en la iglesia en silencio y con gran respeto, considerándote indigna de presentarse ante la majestad del Señor. Entre las devotas consideraciones, piensa que nuestra alma es templo de Dios y, en cuanto tal, tenemos que conservarla pura y limpia delante de Dios y de sus ángeles. Luego toma agua bendita y, lentamente, santíguate considerando que ése es el signo de nuestra redención: la señal de la cruz. En cuanto veas a Dios sacramentado haz devotamente una genuflexión arrodillándote hasta el suelo. Primero salúdale a Él, a tu Señor —vivo y verdadero en el tabernáculo—, y luego a la Virgen y a los santos.

Encontrado el asiento, arrodíllate y concede a Jesús sacramentado el tributo de tu oración y de tu adoración. Confíale todas tus necesitadas y también las de los demás, háblale con abandono filial, ábrele libremente tu corazón y déjale plena libertad de actuar en ti como Él quera.

Asistiendo a la Santa Misa y a las funciones sacras, procura moverte con mucha gravedad en el levantarte, en el arrodillarte, en el asentarte, y lleva a cabo cada acto religioso con la más grande de las devociones. Sé modesta en las miradas, no gires la cabeza de un lado u otro para ver quién entra o sale; no te rías, sino demuestra reverencia hacia el lugar santo y también consideración para quién esté sentado a tu lado. Ten cuidado de no pronunciar palabra con nadie, a menos que la caridad no te obligue o una imprescindible necesidad lo exija.

En las oraciones en común, pronuncia distintamente las palabras de la oración, haz bien las pausas, no utilices un tono de voz alto, no te apresures nunca, sigue el ritmo del sacerdote que conduce y de los demás.

En resumen, compórtate de tal manera que los presentes se queden edificados y, gracias a tu actitud, se sientan impulsados a glorificar y amar al Padre celestial.

Cuando salgas de la iglesia mantén una postura recogida y calma: saluda primeramente a Jesús sacramentado, pidiéndole perdón por las faltas cometidas ante Su divina presencia y no te despidas de Él si antes no le hayas pedido y de Él recibido la paternal bendición.

Salida ya de la iglesia, muéstrate tal cual debería ser un discípulo del Nazareno”.

Nunca como hoy día deben ser conocidas y practicas estas enseñanzas y estos consejos del más grande místico del siglo XX, del primer sacerdote estigmatizado de la historia, el cual, como dijo Juan Pablo II, “era imagen viva del Cristo doliente y resucitado”.

María Teresa Moretti

domingo, 5 de agosto de 2018

LA TRANSVERBERACIÓN EN PADRE PÍO


LA TRANSVERBERACION EN PADRE PÍO EL 5 DE AGOSTO DE 1918

La transverberación es llamada por algunos el “asalto del Serafín”. Y los entendidos la describen como una gracia santificadora por la que el alma, abrasada por el amor de Dios, es interiormente asaltada por un serafín, el cual, quemándola, la traspasa hasta el fondo con un dardo de fuego, y el alma es invadida por una suavidad deliciosísima.

El Padre Pío recibió esta gracia en la tarde del 5 de agosto de 1918, en su celda del convento capuchino de San Giovanni Rotondo. En la carta que días más tarde, el 21 de agosto, envió a su Director espiritual, el padre Benedicto de San Marco in Lamis, escribió así:
“Por obediencia me decido a manifestarle lo que su­cedió en mí desde el día cinco por la tarde, y se prolongó durante todo el seis del corriente mes de agosto.

Transverberación del Padre Pío:

"No soy capaz de decirle exactamente lo que pasó a lo largo de este tiempo de superlativo martirio. Me halla­ba confesando a nuestros seráficos la tarde del cinco, cuando de repente me llené de un espantoso terror ante la visión de un personaje celeste que se me presenta ante los ojos de la mente. Tenía en la mano una especie de dardo, semejante a una larguísima lanza de hierro, con una punta muy afilada y parecía como si de esa punta saliese fuego. Ver esto y observar que aquel per­sonaje arrojaba con toda violencia el dardo sobre mi alma fue todo uno. A duras penas exhalé un gemido, me parecía morir. Le dije al seráfico que se marchase, porque me sentía mal y no me encontraba con fuerzas para continuar.
Este martirio duró sin interrupción hasta la mañana del día siete. No sabría decir cuánto sufrí en este perio­do tan luctuoso. Sentía también las entrañas como arran­cadas y desgarradas por aquel instrumento, mientras todo quedaba sometido a hierro y fuego. Desde aquel día estoy herido de muerte. Siento en lo más íntimo del alma una herida siempre abierta, que me causa continuamente un sufrimiento atroz”.


Como conclusión de este estremecedor relato, el Padre Pío pregunta: “¿No es éste un nuevo castigo infligido por la justicia divina?”.

Y en la respuesta, clara y certera, del padre Benedicto: “Todo lo que ocurre en ti es efecto del amor, es prueba, es vocación a corredimir y, por tanto, es fuente de gloria”