DE LAS CARTAS DE SAN PÍO. NOVIEMBRE

Noviembre


1 de noviembre

Para animarnos a sufrir de buena gana las tribulaciones que la piedad divina nos ofrece, tengamos nuestra mirada fija en la patria celestial, que nos está reservada; contemplémosla, mirémosla de continuo con especial atención. Como consecuencia, apartemos la mirada de los bienes que se ven, quiero decir de los bienes terrenos, ya que la vista de estos últimos embelesa y distrae al alma y corrompe nuestros corazones; y hacen que nuestra mirada no esté del todo en la patria celestial.

Escuchemos lo que el Señor nos dice a propósito de esto por medio de su santo apóstol Pablo: «Nosotros no miramos las cosas que se ven sino que miramos las que no se ven». Y es muy justo que nosotros contemplemos los bienes celestiales, no preocupándonos de los terrenos, porque aquéllos son eternos, éstos son transitorios.

¿Qué diríamos nosotros si nos detuviéramos ante un pobre campesino, que permaneciera casi atónito contemplando un río que corre a gran velocidad? Casi seguro que nos echaríamos a reír, y tendríamos razón. ¿No es una locura detener la mirada en lo que pasa rápidamente? Esa es la situación de quien detiene su mirada en los bienes visibles. En efecto ¿qué son en realidad? ¿Son acaso diversos de un río veloz, cuyas aguas, aún antes de que hayamos puesto en ellas el ojo, ya se escapan de la vista para no dejarse ver nunca más?

Dejemos, querida mía, a quien, para desgracia suya, está privado de la fe, a quien para su desventura no sabe distinguir lo precioso de lo vil, el deseo, el amor de los bienes terrenos y sensibles; y nosotros, que por la bondad del Dios altísimo hemos sido llamados a reinar con el Esposo divino, nosotros, para quienes la verdadera luz de Dios centellea clara y lúcida ante nuestras mentes, tengamos siempre fija nuestra mirada en los esplendores de la Jerusalén celestial.

La consideración de los variados bienes que allí poseeremos sea el dulce alimento de nuestros pensamientos, y nuestra mente enamorada de aquellas delicias eternas hará surgir en nuestro corazón los más encendidos y vigorosos afectos hacia ellas.

(10 octubre de 1914, a Raffaelina Cerase – Ep. II, p. 185)



2 de noviembre

Subamos, mis queridas hijas, subamos sin cansarnos nunca a la celeste visión del Salvador; alejémonos paso a paso de las ataduras terrenas; despojémonos del hombre viejo y vistámonos del hombre nuevo; y aspiremos a la felicidad, que nos está preparada.

Antes de poner fin a esta carta, os ruego que oréis mucho a Jesús por mí, para que me conceda someterme a su voluntad, manifestada por mi superior, y servirle con fidelidad y sinceridad.

Yo deseo, y vosotras no lo ignoráis, morir y amar a Dios; o la muerte o el amor; ya que la vida, sin este amor, es peor que la muerte. Hijas mías, ¡ayudadme! Yo muero y agonizo en cada instante. Todo me parece un sueño y no sé dónde me muevo. ¡Dios mío! Cuándo llegará la hora en que yo pueda cantar «Éste, oh Dios, es mi descanso para siempre».

(31 de octubre de 1916, a Asunción di Tomaso y otras – Ep. III, p. 404)



3 de noviembre

Oh, mis queridísimas hijas, ¡qué pesada es esta vida mortal para los hijos de Dios!; y, por el contrario, la vida del más allá, la que la misericordia del Señor tendrá a bien otorgarnos, oh Dios, ¡cómo es mucho más deseable! Aunque somos tan miserables, nunca hemos de dudar de que un día poseeremos esa vida; y, si no somos tan miserables, es porque Dios es misericordioso con los que han puesto en él su confianza. Cuando el santo cardenal Borromeo estaba para terminar su vida terrena, pidió que le llevaran el crucifijo, para que su partida de este mundo le fuera más dulce a la vista de la de nuestro Señor.

El mejor remedio cuando os encontréis en cualquier clase de prueba, física o moral, corporal o espiritual, es, pues, pensar en quien es nuestra vida, y no pensar nunca en la primera vida sin añadir el pensamiento de la segunda. Dios mío, mis queridísimas hijas, no os preguntéis, os ruego, si lo que hacéis y lo que queréis hacer fue, es y será mucho o poco, si estuvo bien hecho o mal hecho lo que hicisteis. Absteneos únicamente del pecado y de aquellas acciones en las que descubrís con certeza el pecado; y haced todas vuestras acciones con rectitud de intención y con la voluntad de agradar a Dios.

(8 de marzo de 1918, a las hermanas Ventrella – Ep. III, p. 576)



4 de noviembre

Procurad, hijas, sin ansiedad orgullosa, el modo mejor de llevar a cabo con perfección lo que tenéis y queréis hacer; pero, una vez realizado, no penséis más en ello, sino preocupaos únicamente de lo que debéis o queréis hacer y de lo que estáis haciendo. Caminad con sencillez por las sendas del Señor y no atormentéis vuestro espíritu. Es necesario, sí, que odiéis vuestros defectos, pero con un odio tranquilo y no ya con un odio molesto e inquieto. Hay que tener paciencia ante los defectos y sacar provecho de ellos mediante una santa resignación.

Sin esta paciencia, mis buenas hijas, vuestras imperfecciones, en vez de disminuir, crecerán cada vez más, ya que no hay nada que alimente tanto nuestros defectos como la inquietud y la preocupación por alejarlos. Recordad, hijas, que soy enemigo de los deseos inútiles, no menos de lo que lo soy de los deseos peligrosos y malos; porque, si es cierto que lo que se desea es bueno, sin embargo ese deseo es siempre defectuoso en relación a nosotros mismos, sobre todo cuando se mezcla con una inquietud orgullosa, ya que Dios no exige esta clase de bienes, sino otros, en los que quiere que nos ejercitemos.

Él quiere hablarnos entre espinas, zarzas, nubes y relámpagos, como a Moisés; y nosotros queremos que nos hable en el susurro dulce y fresco, como hizo con Elías. Pero, ¿qué es lo que teméis, hijas mías? Escuchad a nuestro Señor que dice a Abraham, y también a vosotras: «No temáis, yo soy vuestro protector». Porque ¿qué otra cosa buscáis en la tierra si no a Dios?

(8 de marzo de 1918, a las hermanas Ventrella – Ep. III, p. 576)



5 de noviembre

¡Qué angustioso resulta pensar que uno deba dar cuenta a Dios de los pecados que otros han cometido por culpa de una dirección espiritual no atenta y también del bien que han dejado de practicar por mi ignorancia y - Dios no lo quiera - por mi negligencia!... Es cierto que siempre me he encomendado a Dios en este importantísimo ministerio; pero ¿quién me garantiza que he hecho todo lo que tenía que hacer? Dios mío, ¡ésta, hija mía, es una espina que, aún estando siempre clavada allí, en el fondo del alma, siento que me punza de continuo! ¡Ah!, hija, ruega mucho por el desempeño fructuoso de mi ministerio y, si el buen Dios te lo permite, dime alguna palabra que me lo garantice.

(9 de abril de 1918, a María Gargani – Ep. III, p. 312)



6 de noviembre

Ponte con frecuencia en la presencia de Dios y ofrécele todas tus acciones, no sólo tus sufrimientos. No me opongo a que, en los sufrimientos, te abstengas de lamentarte; pero desearía que lo hicieras con el Señor, con espíritu filial, como lo haría un tierno niño con su madre; y, con tal de que se haga amorosamente, no está mal lamentarse ni pedir ser liberado de los sufrimientos. Hazlo con amor y con resignación en los brazos de la voluntad de Dios. No te inquietes si no consigues hacer los actos de virtud como querrías; porque, como te he dicho, no dejan de ser buenos y gratos a la divina Majestad aunque estén realizados, sin tu culpa, fríamente, pesadamente y casi a la fuerza.

(3 de junio de 1917, a una destinataria desconocida – Ep. III, p. 918)



7 de noviembre

Dios mío, ¡qué ha sido mi vida ante ti en estos días en que las más densas tinieblas me han envuelto completamente! ¿Y cuál será mi futuro? Yo ignoro todo, absolutamente todo. Mientras tanto, no cesaré de alzar de noche mis manos desde este lugar santo, y te bendeciré siempre, mientras me quede un soplo de vida.

Te ruego, mi buen Dios, que seas tú mi vida, mi barca y mi puerto. Tú me has hecho subir a la cruz de tu Hijo y yo me esfuerzo por adaptarme del mejor modo posible: estoy convencido de que no descenderé nunca y de que jamás llegaré a ver despejado el horizonte.

Sé que te debo hablar entre truenos y tormentas, y que he de verte en la zarza, entre el fuego de las espinas; pero, para realizar todo esto, es claro que hay que descalzarse y renunciar del todo a la propia voluntad y a las satisfacciones personales.

Estoy dispuesto a todo, pero ¿te dejarás ver algún día en el Tabor, en el ocaso santo? ¿Tendré fuerza para, sin cansarme nunca, ascender a la visión de mi Salvador en el cielo?

(8 de noviembre de 1916, al P. Benedicto de San Marco in Lamis – Ep. I, p. 836)



8 de noviembre

Siento que el terreno que piso cede bajo mis pies. ¿Quién afianzará mis pasos? ¿Quién sino tú, que eres el báculo de mi debilidad? ¡Ten piedad de mí, oh Dios, ten piedad de mí! ¡No me hagas experimentar nunca más mi debilidad!

¡Tu fe ilumine una vez más mi entendimiento, tu caridad encienda mi corazón, atormentado por el miedo a ofenderte en la hora de la prueba!

Dios mío, ¡qué hiriente es este atroz pensamiento, que nunca me abandona! Dios mío, Dios mío, ¡no me hagas anhelarte más! ¡Ya no soy capaz de razonar!...

Padre mío, ¡perdóneme! Yo ya no logro ordenar mis ideas. Si no hubiera sido interrumpido en este punto, quién sabe a dónde habría ido a parar. Sin advertirlo, habría puesto a dura prueba su paciencia.

Tenga la bondad de escuchar cómo es mi situación actual, que le prometo narrarla con brevedad. La batalla se ha reanudado con más crueldad. Desde hace muchos días mi espíritu está inmerso en las más densas tinieblas. Debo reconocer que me hallo en la incapacidad más absoluta de practicar el bien; me encuentro en un abandono total: son muchas las molestias en el estómago espiritual, es grande la amargura que siento en la boca interior, que hace que hasta el vino más dulce de este mundo me resulte amargo.

(8 de noviembre de 1916, al P. Benedicto de San Marco in Lamis – Ep. I, p. 836)



9 de noviembre

Es una crisis terrible la que atravieso, e ignoro lo que me está reservado. La crisis que atravieso es más espiritual que corporal, pero no es menos cierto que todo el físico siente y participa de manera extraordinaria de todos los sufrimientos de aquél, y que tanto uno como otro se unen para hacer que me marchite en el dolor.

¡Ay de mí!, ¿quién me salvará de esta cárcel tenebrosa?, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? Pero, ¡viva Dios en lo más alto de los cielos! Él es mi fortaleza, él es la salvación de mi alma, él es mi porción de eternidad. En él espero, en él confío y no temeré mal alguno.

(14 de julio de 1915, a Raffaelina Cerase – Ep. II, p. 462)



10 de noviembre

No digas que te encuentras sola subiendo al Calvario y que te encuentras sola luchando y llorando, porque contigo está Jesús, que no te abandona nunca. Tú querrías verlo, lo querrías sentir; pero, créeme, esto sería lo peor para ti, y sufrirías demasiado, si Jesús se te revelase.

Por amor del cielo te ruego que calmes tus ansias, tus aprensiones al respecto. Vive tranquila y avanza siempre, y que no te detenga en esa carrera la aseveración que te hago en el dulce Señor de que estás cerca de la mitad del camino hacia la cima del calvario. Estás en la más oscura noche, es cierto; pero el pensamiento de una aurora luminosa y de un mediodía radiante te sostenga, te anime y te estimule a seguir siempre hacia adelante. El que hasta ahora te ha sostenido, no dudes, continuará sosteniéndote, cada vez con más paciencia y con mayor complacencia divina, en lo que resta del áspero y duro viaje.

(14 de julio de 1915, a Raffaelina Cerase – Ep. II, p. 462)



11 de noviembre

Confía en Dios y espera en su bondad paternal, que la luz llegará. Eleva con gran fe tu mente a la patria celestial y a ella estén dirigidos todos nuestros afectos y todas nuestras aspiraciones. Admira a los que ya han alcanzando el cielo, que no llegaron allí por otro camino sino recorriendo el camino del dolor.

Aquélla es nuestra verdadera patria. ¡¿Qué importa que se llegue a ella sólo por los escabrosos caminos de la tribulación y del sacrificio?!

Lo que Dios quiere de ti es siempre justo y bueno. Sea eternamente bendito. Pongamos manos a la obra; en el cielo no tendremos otra tarea que la de cumplir la voluntad de Dios. Esforcémonos en bendecir al Señor en las humillaciones y en las ofensas de las que hemos sido hechos signo. Bendigámoslo en las tribulaciones de nuestro espíritu y en los desgarros del corazón, porque todo está ordenado por Dios con acertada previsión; y esto es lo que se va cumpliendo en ti de modo especial y por una particular predilección del Padre del cielo. Él sea bendito por siempre en todas nuestras miserias y en todos nuestros sufrimientos.

Bendícelo en todo lo que te haga sufrir acá abajo y alégrate, porque a cada victoria que se consigue corresponde una nueva corona en el paraíso. No te detengan ni te atemoricen las violencias que debemos hacernos, porque el Señor es fiel y no permitirá que la tentación pueda vencerte.

(15 de agosto de 1914, a Raffaelina Cerase – Ep. II, p. 153)



12 de noviembre

Para llegar a alcanzar nuestro fin último es necesario seguir al jefe divino, que no suele conducir al alma elegida por camino distinto al que él recorrió; por el de, lo digo, la abnegación y la cruz: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame». ¿Y no debes llamarte afortunada al verte así tratada por Jesús? Necio quien no sabe penetrar en el secreto de la cruz.

Para llegar al puerto de la salvación, nos dice el Espíritu Santo, las almas de los elegidos deben pasar y purificarse en el fuego de las dolorosas humillaciones, como el oro y la plata en el crisol, y de esa forma se ahorran las expiaciones de la otra vida: «En el sufrimiento mantente firme, y en los reveses de tu humillación sé paciente. Porque en el fuego se purifica el oro y la plata; y los hombres aceptos a Dios, en el camino de la humillación».

Jesús quiere hacernos santos a toda costa, pero más que nada quiere santificarte a ti. Él te lo está manifestando continuamente; parece que no tiene entre manos otra preocupación que la de santificar tu alma. ¡Oh!, ¡qué bueno es Jesús! Las cruces continuas a las que te somete, dándote la fuerza, no sólo necesaria sino sobreabundantemente, para soportarlas con mérito, son signos muy ciertos y particularísimos de su entrañable amor por ti. La fuerza que él te da, créeme, no queda infecunda en ti; te lo aseguro de parte de Dios y tú debes escucharme humildemente, apartando de ti cualquier sentimiento contrario.

(15 de agosto de 1914, a Raffaelina Cerase – Ep. II, p. 153)



13 de noviembre

Ten siempre ante los ojos de la mente, como prototipo y modelo, la modestia del divino Maestro; modestia de Jesucristo que el apóstol, en palabras a los Corintios, coloca al mismo nivel que la mansedumbre, que fue una de sus virtudes más queridas y casi su virtud característica: «Yo, Pablo, os exhorto por la mansedumbre y por la modestia de Cristo»; y, a la luz de un modelo tan perfecto, reforma todas tus actuaciones externas, que son el espejo fiel que manifiesta las inclinaciones de tu interior.

No olvides nunca, oh Anita, a este divino modelo; imagínate que contemplas cierta amable majestad en su presencia; cierta grata autoridad en su hablar; cierta agradable compostura en su andar, en su mirar, en su hablar, en su dialogar; cierta dulce serenidad en el rostro; imagínate el semblante de aquel rostro tan sereno y tan dulce con el que atraía hacia sí las multitudes, las sacaba de las ciudades y de los poblados, llevándolas a los montes, a los bosques, a lugares solitarios, y a las playas desiertas del mar, olvidándose incluso de comer, de beber y de sus obligaciones domésticas.

Sí, procuremos copiar en nosotros, en cuanto nos es posible, acciones tan modestas, tan decorosas; y esforcémonos, en cuanto es posible, por asemejarnos a él en el tiempo, para ser después más perfectos y más semejantes a él por toda la eternidad en la Jerusalén celestial.

(25 de julio de 1915, a Anita Rodote – Ep. III, p. 86)



14 de noviembre

Lo que debes hacer ahora que Jesús por su bondad quiere poner a prueba tu fidelidad, es mostrarte siempre solícita en la observancia de tus deberes y en no descuidar nada de lo que sueles practicar en tiempos de consuelo y de prosperidad, sin detenerte a pensar en el gusto sensible que no sientes, ya que esto es algo accidental, que con frecuencia además puede ser muy dañino para el alma. Servir a Dios sin probar en la parte sensible algo de consuelo es lo que constituye la devoción sustancial y verdadera. Esto es lo que significa servir a Dios y amarlo por amor a él mismo.

Hasta que el alma no llegue a adquirir esta devoción sustancial, su situación es bastante peligrosa y es necesario proceder con gran discreción y clarividencia.

(14 de julio de 1914, a Raffaelina Cerase – Ep. II, p. 126)



15 de noviembre

En este tiempo busca ayuda sobre todo en la lectura de los libros santos; y yo deseo vivamente que leas siempre esos libros, pues esas lecturas son un buen alimento para el alma y buena ayuda para avanzar en el camino de la perfección, no menos que la oración y la santa meditación, porque en la oración y en la meditación somos nosotros los que hablamos al Señor, mientras que en la lectura santa es Dios el que nos habla. Busca lo más que puedas el tesoro de estas lecturas santas y experimentarás muy pronto que se renueva tu espíritu.

Antes de ponerte a leer estos libros eleva tu mente al Señor y suplícale que sea él mismo el que guíe tu mente, que se digne hablarte al corazón, y que mueva él mismo tu voluntad. Pero no basta; conviene además que te postres ante el Señor antes de comenzar la lectura, y volverlo a hacer de tanto en tanto durante el curso de la misma, porque tú no la haces por estudio o para satisfacer la curiosidad, sino únicamente para complacerle y darle gusto a él.

(14 de julio de 1914, a Raffaelina Cerase – Ep. II, p. 126)



16 de noviembre

Ten por cierto que tu situación actual no es impuesta por Dios como castigo, sino para purificación de tu espíritu, para prepararlo a comunicaciones más elevadas. Créeme cuando te digo que tu situación no es en absoluto deplorable, sino digna de envidia. Deja actuar libremente a este médico divino, y estate segura de que todo servirá para gloria de Dios y para tu santificación. Y en cuanto a los temores de ofender a Dios y de no saber cómo actuar para agradarle, te ruego y te suplico que moderes tus ansiedades. Cree las aseveraciones de la autoridad, que te dice de parte de Dios que, de cualquier modo que actúes, siempre que no descubras con plena claridad que tus actos son contrarios a la ley de Dios y a los mandatos de la autoridad legítima, Jesús está siempre contento de ti, con tal de que esos actos vayan orientados a la gloria de Dios.

Con esta segura norma de conducta debes actuar sin discutir, debes seguir actuando sin escuchar las voces de tus temores. Fíjate, mi buena hija, que uso la palabra escuchar; es decir, hacer caso, prestar atención, etc. No digo sentirlos, porque es imposible no sentirlos; pero no se les debe hacer caso. Sigue adelante con este modo de actuar, como quien no hace caso a los ladridos de un perrito que encuentra a lo largo de la calle. Esos pequeños, vacíos e inoportunos ladridos se oyen ciertamente, pero, lejos de darles importancia, uno se ríe de ellos y basta.

(30 de marzo de 1917, a María Gargani – Ep. III, p. 269)



17 de noviembre

Sé que no te convencerás, que no lo verás claro, que no experimentarás el consuelo de esta gran verdad, mientras dure esta prueba; pero obedece las indicaciones de quien ante Dios ama tu alma igual que ama la suya y basta. «Querría - repito las palabras que Dios dijo un día a la santa virgen Gertrudis - querría que mis elegidos se convencieran de esta verdad: que me agradan mucho sus oraciones y sus buenas obras cuando me sirven a costa del propio sufrimiento. Servirme a costa del propio sufrimiento quiere decir que, no sintiendo alegría alguna de sabrosa satisfacción, siguen realizando fielmente sus oraciones y sus ejercicios piadosos del mejor modo, y confían en que yo aceptaré todo de buen grado por mi bondad». Después el Señor añadió estas significativas palabras: «Has de saber, Gertrudis, que la mayor parte de las personas piadosas lo son de forma que, si yo les diera satisfacciones y consuelos espirituales, éstos no les serviría para su salvación y, lejos de acrecentar sus méritos, los perderían».

Y que esto, por desgracia, es así, puedo demostrarlo por la prolongada experiencia de un alma muy unida a mí. Por eso, hija mía, vive en paz, que ya llegará el día en que el Señor, también a ti, te hará conocer la verdad de cuanto se te dice, o, mejor dicho, te concederá convencerte de ello; pues tú logras conocer que se te dice la verdad, ya que nadie quiere engañarte, pero no logras convencerte.

(30 de marzo de 1917, a María Gargani – Ep. III, p. 269)



18 de noviembre

Dime: ¿es posible que Jesús se quede lejos, mientras tú lo llamas, le ruegas, lo buscas y, digámoslo también, lo posees? ¿Es posible que un alma que está con él en la cruz, es acaso posible, digo, que en esta alma no esté Dios, cuando él ha empeñado su infalible palabra prometiendo estar con esa alma en la tribulación: «Estoy a su lado en la desgracia»? ¿Cómo es posible que la fuente de agua viva, que brota del Corazón divino, esté alejada de un alma que corre hacia ella como ciervo sediento? Es verdad que esta alma puede incluso no creernos, porque se siente devorada por una sed inextinguible, insaciable. Pero ¿qué significa eso? ¿Es acaso una prueba de que el alma no posee a Dios? Todo lo contrario.

Esto sucede porque todavía no ha llegado al final de su viaje, aún no está totalmente inmersa en la fuente eterna de su amor divino, lo que tendrá lugar en el reino de la gloria. Por lo tanto, deseemos apagar la sed en esta fuente de agua viva y vayamos siempre adelante en los caminos del amor divino; pero, hija mía, convenzámonos también de que nuestras almas no se saciarán jamás acá abajo; es más, ¡ay de nosotros si algún día, mientras estamos en la carrera, creyéramos estar saciados!, porque sería señal de que creemos haber alcanzado nuestro destino y nos engañaríamos.

(21 de octubre de 1915, a Raffaelina Cerase – Ep. II, p. 522)



19 de noviembre

En la caridad de Cristo yo te ruego que procures calmar tus ansias, bebiendo en la fuente del amor divino, y debes calmarlas con la fe, con la confianza, con la humildad y sumisión a los deseos divinos. Dice la venerable sor Teresa del Niño Jesús: «Yo soy un alma pequeña; yo no quiero elegir ni vivir ni morir, sino que haga Jesús de mí lo que él quiera». ¡He aquí, hija, el prototipo de un alma plenamente vacía de sí y llena de Dios! Esto es exactamente lo que también tú debes tratar de conseguir con esfuerzo y con la ayuda divina.

No desconfíes ante esto, porque Jesús está en tu alma y, si te muestras dócil a sus actuaciones, es seguro que lo alcanzarás. Comprendo también que las ansias de un alma plenamente enamorada del amante divino con frecuencia le resultan irrefrenables a la pobrecita. Pero no te asustes por esto; da curso libre a este anhelo por Jesús y déjate guiar por su amor.

(21 de octubre de 1915, a Raffaelina Cerase – Ep. II, p. 522)



20 de noviembre

Comienzo confesándole que es para mí una gran desgracia no saber expresar y sacar fuera este volcán siempre encendido que me abrasa y que Jesús ha puesto en este corazón tan pequeño.

Todo se resume en esto: estoy devorado por el amor de Dios y por el amor del prójimo. Para mí Dios está siempre fijo en la mente y grabado en el corazón. Nunca lo pierdo de vista: me corresponde admirar su belleza, sus sonrisas y sus desconciertos, sus bondades, sus venganzas o, mejor, los rigores de su justicia.

Imagínese por qué sentimientos está devorada esta pobre alma con toda esta privación de la propia libertad, con todas estas ataduras, tanto en las facultades espirituales como en las corporales.

Créame también, padre, que los arrebatos, en los que a veces he caído, están motivados precisamente por esta dura prisión, llamémosla incluso afortunada.

(20 de noviembre de 1921, al P. Benedicto de San Marco in Lamis – Ep. I, p. 1246)



21 de noviembre

¿Cómo es posible ver a Dios que se entristece ante el mal y no entristecerse del mismo modo? ¿Ver a Dios que está a punto de descargar sus rayos y que, para pararlos, no hay otro remedio que el de alzar una mano y detener su brazo y dirigir la otra, agitándola, al propio hermano, por un doble motivo: que abandonen el mal, y que se alejen, y de prisa, del lugar donde están, porque la mano del juez está para descargar sobre ellos?

Pero créame también que, en ese momento, mi interior no está en absoluto oprimido o alterado. No siento otra cosa que la de tener y querer lo que Dios quiere. Y en él me encuentro siempre en paz; al menos en mi interior siempre; por fuera con frecuencia un poco incómodo.

Y ¿por los hermanos? ¡Ay! Cuántas veces, por no decir siempre, me toca decir a Dios juez con Moisés: o perdonas a este pueblo o bórrame del libro de la vida.

¡Qué triste es vivir de afectos! Hay que morir en cada instante de una muerte que no hace morir sino vivir muriendo y muriendo vivir.

¡Ah! ¿Quién me librará de esto fuego devorador?

Ruegue, padre mío, para que me venga un torrente de agua a refrescarme un poco de estas llamas devoradoras que, sin tregua alguna, me queman en el corazón.

(20 de noviembre de 1921, al P. Benedicto de San Marco in Lamis – Ep. I, p. 1246)



22 de noviembre

Raffaelina, ¡qué consuelo saber que estamos bajo la custodia de un espíritu celestial, que no nos abandona ni siquiera (¡qué admirable!) en el momento en que disgustamos a Dios! ¡Qué dulce es para el alma creyente esta gran verdad! ¿A quién puede, pues, tener miedo el alma devota que se preocupa de amar a Jesús, cuando tiene siempre consigo un guerrero tan insigne? ¿O acaso no fue él uno de los muchos que, junto al ángel san Miguel, allá arriba, en el paraíso, defendió el honor de Dios contra satanás y contra todos los otros espíritus rebeldes, y, finalmente, los redujeron a la perdición y los relegaron al infierno?

Pues bien, has de saber que él es todavía poderoso contra satanás y sus satélites, que su caridad no ha disminuido, y que ya nunca podrá dejar de defendernos. Adquiere la buena costumbre de pensar siempre en él. Qué cerca de nosotros está ese espíritu celestial que, desde la cuna hasta la tumba, no nos deja un solo instante, nos guía, nos protege como un amigo, como un hermano; y debe ser siempre para nosotros fuente de consuelo, especialmente en nuestras horas más tristes.

(20 de abril de 1915, a Raffaelina Cerase – Ep. II, p. 403)



23 de noviembre

Has de saber, Raffaelina, que este buen ángel ruega por ti: ofrece a Dios todas las buenas obras que realizas, tus deseos santos y puros. En las horas en que te parece estar sola y abandonada, no te lamentes por no tener un alma amiga, a la que puedas abrirte y confiarle tus dolores. Por caridad, no olvides a este compañero invisible, siempre presente para escucharte, siempre dispuesto para consolarte.

¡Oh, deliciosa intimidad!, ¡oh, dichosa compañía! ¡Oh, si todos los hombres sin excepción supieran comprender y apreciar este gran don de Dios, quien, en el exceso de su amor por el hombre, nos asignó este espíritu celestial! Recuerda a menudo su presencia: es necesario contemplarlo con el ojo del alma, darle gracias, suplicarle. Él es tan delicado, tan sensible; respétalo. Teme constantemente ofender la pureza de su mirada.

(20 de abril de 1915, a Raffaelina Cerase – Ep. II, p. 403)



24 de noviembre

Invoca con frecuencia a este ángel de la guarda, a este ángel bienhechor, repite con frecuencia la hermosa plegaria: «Ángel de Dios, custodio mío: a mí, que he sido confiada a ti por la bondad del Padre del cielo, ilumíname, protégeme, guíame ahora y siempre». ¿Qué grande, mi querida Raffaelina, será el consuelo cuando, en el momento de la muerte, tu alma vea a este ángel tan bueno, que te acompañó a lo largo de la vida y que fue tan generoso de cuidados maternos? ¡Oh!, ¡que este dulce pensamiento te haga y te vuelva cada vez más aficionada a la cruz de Jesús, ya que es precisamente esto lo que quiere ese buen ángel! El deseo de ver a este inseparable compañero de toda la vida, encienda también en ti aquella caridad que te empuje a desear salir pronto de este cuerpo.

¡Oh, santo y saludable pensamiento el de querer ver a nuestro buen ángel! Lo es también el que debería hacernos salir antes de tiempo de esta cárcel tenebrosa en la que estamos desterrados. Raffaelina, ¿a dónde me vuela ahora el pensamiento? ¡Cuántas veces, ay de mí, he hecho llorar a este buen ángel! ¡Cuántas veces he vivido sin miedo alguno a ofender la pureza de su mirada! ¡Oh!, ¡es tan delicado, tan sensible! Dios mío, ¡cuántas veces he correspondido a los generosos cuidados más que maternos de este ángel sin señal alguna de respeto, de afecto, de reconocimiento!

(20 de abril de 1915, a Raffaelina Cerase – Ep. II, p. 403)



25 de noviembre

Dios quiere desposarse con el alma en fe; y el alma que debe celebrar este celestial matrimonio debe caminar en fe pura, la única que es medio adecuado y único para esta unión de amor. El alma, digo, para elevarse a la divina contemplación, debe estar purificada de todas las imperfecciones, no sólo actuales, lo que se alcanza con la purificación de los sentidos, sino también de todas las imperfecciones habituales, como son ciertos afectos, ciertas actitudes imperfectas que la purificación de los sentidos no ha conseguido extirpar y que quedan en el alma como raíces, y que se consigue con la purificación del espíritu, con la que Dios, con una luz altísima, invade el alma, la traspasa íntimamente y la renueva del todo.

Esta luz altísima, que Dios infunde en dichas almas, coloca el espíritu de éstas en una situación de sufrimiento y de desolación, capaz de llevarlas a sufrimientos extremos y a penas interiores de muerte. En esa situación, no son capaces de comprender esta actuación divina, esta altísima luz; y esto les sucede por dos razones: la primera, por parte de la misma luz, que es tan excelsa y tan sublime que sobrepasa absolutamente la capacidad de las almas, de modo que es para ellas causa más de tinieblas y de tormentos que de luz. La segunda razón se debe a la bajeza e impureza de las mismas almas, motivo por el que esta altísima luz no sólo les resulta obscura sino además penosa y aflictiva, y, por tanto, en lugar de consolarlas, las atormenta, llenándolas de grandes sufrimientos en los sentidos y de graves angustias y penas horrorosas en las facultades espirituales.

Todo esto acontece al principio, pues la luz divina encuentra las almas no preparadas para la unión divina y, por tanto, las pone en estado de purificación; y después, cuando esta luz ya las ha purificado, las lleva al estado iluminativo, elevándolas a la visión y a la unión perfecta con Dios.

Por tanto, que se alegren en el Señor por la alta dignidad a la que él las va elevando, y que confíen plenamente en el mismo Señor, como hacía el santo Job que, puesto también él por Dios en esa situación, esperaba ver la luz después de las tinieblas.

(9 de diciembre de 1913, al P. Agustín de San Marco in Lamis – Ep. I, p. 439)



26 de noviembre

No todos estamos llamados por Dios a salvar almas y a propagar su gloria mediante el elevado apostolado de la predicación; y has de saber que este no es el único y solo medio para alcanzar estos dos grandes ideales. El alma puede propagar la gloria de Dios y trabajar por la salvación de las almas mediante una vida verdaderamente cristiana, orando incesantemente al Señor que «venga su reino», que su santísimo nombre «sea santificado», que «no nos deje caer en la tentación», que «nos libre del mal».

Esto es lo que debes hacer también tú, ofreciéndote plena y continuamente al Señor por este fin. Reza por los malvados, reza por los tibios, reza también por los fervorosos, y reza de modo especial por el sumo Pontífice, por todas las necesidades espirituales y temporales de la santa Iglesia, nuestra muy tierna madre; y eleva una oración especial por todos los que trabajan por la salvación de las almas y por la gloria de Dios en las misiones, entre tanta gente infiel e incrédula.

(11 de abril de 1914, a Raffaelina Cerase – Ep. II, p. 68)



27 de noviembre

Me dices que, a causa de tu espíritu somnoliento, distraído, voluble, miserabilísimo, al que se unen muchas veces las molestias físicas, no consigues permanecer en la iglesia más de una hora y media. No sufras por esto, basta que evites darles la ocasión, esforzándote en vencer toda molestia y todo aburrimiento, y no canses orgullosamente tu espíritu con oraciones muy largas y continuadas, cuando el espíritu y la cabeza no están para ello.

Mientras tanto, procura a lo largo del día quedarte sola, en cuanto te sea posible y, en el silencio de tu corazón y de la soledad, ofrece al Padre del cielo tus alabanzas, tus bendiciones, tu corazón contrito y humillado y toda tu persona. Y de este modo, mientras la mayor parte de las criaturas, criaturas hechas a su imagen, olvida la bondad del Esposo divino, nosotros, con esos retiros y esas prácticas, lo tenemos siempre cerca.

(19 de septiembre de 1914, a Raffaelina Cerase – Ep. II, p. 174)



28 de noviembre

En los asaltos del enemigo, en la prueba de la vida, levantémonos y supliquemos al Señor que quite y aleje siempre de nosotros el reino del enemigo y que nos conceda la gracia de ser acogidos en su reino cuando le plazca, y que le plazca que sea muy pronto.

No nos desviemos, mi Raffaelina, en las horas de la prueba; por la constancia al obrar el bien, por la paciencia al combatir la buena batalla, venceremos la desfachatez de todos nuestros enemigos, y, como dijo el maestro divino, con la paciencia salvaremos nuestras almas, ya que la «tribulación obra la paciencia, la paciencia genera la prueba y la prueba hace brotar la esperanza». Sigamos a Jesús por el camino del dolor: mantengamos siempre fija nuestra mirada en la Jerusalén celestial y superaremos felizmente todas las dificultades que obstaculizan nuestro viaje para llegar a ella.

(14 de octubre de 1915, a Raffaelina Cerase – Ep. II, p. 514)



29 de noviembre

Avivemos sobre todo nuestra fe y tengamos presente la estrepitosa victoria de la que nos hablan las sagradas cartas, que consiguió el pueblo de Israel sobre los madianitas. En el corazón de la noche, allí se lee, mientras el inmenso tropel enemigo, abandonando las trincheras, acampaba en la llanura y, sin que lo sospechara, fue silenciosamente rodeado sólo por trescientos guerreros de Gedeón, todos con la trompeta en una mano y en la otra un cántaro que contenía dentro una antorcha encendida. A la señal del capitán, se rompen con estrépito los cántaros, se hace sonar las trompetas y, después de cada toque, se oye el grito de guerra: «Al Señor y a Gedeón».

Ante los tremendos gritos, el estruendo de las trompetas, el inmenso resplandor de las antorchas, un inmenso terror invadió al campo enemigo, y todos comenzaron a correr precipitadamente, aún medio dormidos, mientras las trompetas seguían su lúgubre sonido, y los enemigos, en la indescriptible confusión de la fuga precipitada, muchos se mataban entre sí, dejando en el campo cadáveres a montones.

Esta victoria la consiguió el pueblo israelita, como hemos visto, no ya con las armas, sino con una particular estrategia de guerra.

Pues bien, también nosotros, mientras vivimos, tenemos que sostener una lucha bastante dura. Venzamos esta guerra con esa singular estrategia usada por Gedeón. Hagamos que en esta lucha vaya por delante la luz de las buenas obras, la virtud de la ciencia de Dios, el deseo ardiente de la palabra de Dios. Después, combatamos también nosotros al son de los himnos, de los salmos y de los cánticos espirituales, cantando y alzando con fuerza la voz al Señor, y así nos haremos dignos de conseguir la victoria en nuestro Señor Jesús, para quién es la gloria y el poder por todos los siglos.

(14 de octubre de 1915, a Raffaelina Cerase – Ep. II, p. 514)



30 de noviembre

Recuerda que la paz del espíritu puede mantenerse también en medio de las muchas tempestades de la vida presente; sabes muy bien que consiste fundamentalmente en la concordia con nuestro prójimo, deseándole todo bien; que consiste también en la amistad con Dios, mediante la gracia santificante; y la prueba de estar unidos a Dios es la certeza moral que tenemos de no tener pecado mortal que pese sobre nuestra alma. En fin, la paz consiste en haber conseguido la victoria sobre el mundo, sobre el demonio y sobre las propias pasiones.

Entonces, dime, ¿no es acaso verdad que esta paz traída por Jesús puede conservarse bien, no sólo cuando nuestro espíritu está en la abundancia de los consuelos, sino también cuando el corazón está inmerso en la amargura a causa de los gruñidos y alaridos del enemigo?

(10 de octubre de 1914, a Raffaelina Cerase – Ep. II, p. 185)

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