Parecen interminables los 6 meses últimos de 1918. Tan alarmantes eran las noticias que angustiaban a Italia y Europa, teñidas de sangre, en la Primera Guerra Mundial. La paz que va a ser firmada en Versalles, dejará tras de sí un río de sangre por la violencia.
Sobre el Gargano no trepidaba la guerra. Con todo no faltaron sufrimientos producidos por ella también San Giovanni Rotondo enclavado pacíficamente en las estribaciones del Gargano tuvo sus caídos, sus heridos y prisioneros. Entre el servicio militar y otras prestaciones habían dejado vacíos los conventos de la provincia capuchina de Foggia.
En el de San Giovanni Rotondo habían quedado tres frailes: el superior P. Paulino de Casacalenda, el Padre Pío, enfermo de la epidemia de peste, que le obligó a guardar cama del 5 al 17 de septiembre y Fray Nicolás de Roccabascerana, limosnero.
Llegó el 20 de septiembre. La fiesta de la impresión de las llagas de San Francisco se había celebrado tres días antes, el 17 de septiembre. Faltaban 44 días para que terminase la Gran Guerra, poniendo fin a tanto derramamiento de sangre.
En la mañana de aquel 20 de septiembre el convento estaba más vacío que nunca. El superior se encontraba en San Marcos en Lamis, con el fin de preparar la fiesta del apóstol San Mateo. Fray Nicolás, el limosnero había salido con las alforjas al hombro a pedir. Sólo quedaba el Padre Pío el cual una vez terminada la Misa, mientras sus estudiantes se encontraban en el patio en la hora de recreo, permanecía en el coro en oración... El padre arrodillado en el coro, ocupaba el sitio reservado al vicario. Delante tenía un crucifijo izado sobre la balustrada del reducido coro, desde el cual se ve la capilla del presbiterio.
Aquel crucifijo es de madera de ciprés. El desconocido escultor del siglo XVII, poco preocupado por las proporciones anatómicas consiguió dar al Cristo moribundo una expresión dolorosa, aunque un tanto ruda.
A la sangre vertida en la Gran Guerra, el llanto de los que mueren y de los que sobreviven a la epidemia, a la sangre chorreante de ese crucifijo de madera, se suma otra sangre: sangre viva, sangre caliente. No hubo ningún testigo del hecho. El Padre Pío estaba solo. Es el único que nos lo puede contar. Lo dijo con el rigor documentado de una crónica, al padre Benito, su director espiritual, después de 32 días en carta del 22 de octubre de 1918. Este le había requerido que lo dijese "exactamente y punto por punto, todo y por Santa obediencia"
"Estaba en la mañana del 20 del mes pasado en el coro, después de haber celebrado la Santa Misa, cuando me sentí sobrecogido por una quietud, semejante a un dulce sueño. Todos los sentidos interiores y exteriores, lo mismo que las facultades del alma, se encontraron en una quietud indescriptible. En todo esto hubo un silencio total en torno a mí y dentro de mí. De pronto me penetró una gran paz y abandono ante la privacion completa de todas las cosas y un descanso en ese mismo despojo. Todo esto sucedió en un instante. Y mientras todo esto se estaba realizando, vi delante un misterioso personaje, semejante al que había visto la tarde del 5 de agosto, que solamente se diferenciaba en esto: que tenía las manos los pies y el costado manando sangre.
Su vista me causo terror.
No acertaría a decir lo que en aquel momento sentí. Me sentía morir y hubiera muerto si el Señor no hubiese intervenido para sustentar el corazón que yo no sentía latir en el pecho"
El informe continúa describiendo los efectos de la dolorosa visión: "la visita del personaje se fue y yo me di cuenta de que las manos, pies y costado estaban traspasados y manaban sangre. Imagínese el tormento que padecí entonces"
Aquel 20 de septiembre era viernes, el día en que crucificaron al Señor. Todo aquello ocurrió entre las 9 y las 10 de la mañana...
En otra ocasión P. Pío narra:
"Todo mi interior destila sangre y muchas veces los ojos se ven obligados a resignarse viéndola correr incluso por fuera". Recordando al personaje del 5 de agosto y del 20 de septiembre, el Padre Pío asegura que "aquel prosigue su obra sin descanso, con superlativo tormento del alma. Siento en mi interior un constante rumor, semejante a una cascada, que mana siempre sangre"
Por tanto tenemos sangre que corre. Del costado brotaba ya desde el 5 de agosto. De manos y pies desde el 20 de septiembre.
Una vez recibidos los estigmas el fraile se había arrastrado desde el coro a la cerda número 5, dejando por el pasillo manchas de sangre y sintiendo sobre el pecho la túnica humedecida de sangre. Entre las cuatro paredes de su celda creemos que trataría de contener la hemorragia en cuanto pudiese, vendando manos y pies y colocando paños absorbentes sobre la herida del pecho.
En la carta del 17 de octubre de 1918, grita: "¡Ay! cese en mí este tormento, esta condena, esta humillación, esta confusión. No me alcanza el ánimo para poder y saber resistir".
En la carta del 22 de octubre de 1918, después de haber escrito que "el tormento" experimentado en la estigmatización lo siente "de continuo, casi todos los días", añade: "La herida del corazón mana constantemente sangre, sobre todo desde el jueves por la tarde hasta el sábado... Muero de dolor por el tormento y por la confusión consiguiente, que siento en lo íntimo del alma. Temo morir desangrado, si el señor no escucha los gemidos de mi pobre corazón y no aparta de mí este fenómeno".
Las señales externas, justamente porque no fueron deseadas y mucho menos provocadas, le causaban confusión. Al manifestar su propia crucifixión, el estigmatizado confiesa que se siente confundido y humillado, hasta el punto de gritar para verse libre de las señales exteriores que le confunden y humillan, sin que por eso quiera verse privado del sufrimiento interior.
En la misma carta insiste, dirigiéndose a Dios: "Justo es el castigo y recto tu juicio, pero al fin ten misericordia". En una "tan dura y cruel amargura" pide al padre Benito una palabra de aliento.
"El P. Pío de Pietrelcina, un crucificado sin cruz"
Fernando da Riese Pio X. (pp. 91-97)